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Daniel Dicenta vio la LUZ por primera vez en noviembre del 65 con el prodigioso privilegio de poder tocarla. Nos conocimos siendo muy jóvenes, luego le perdí durante muchos años, y cuando le volví a encontrar ya era fotógrafo. No me sorprendió en absoluto, puesto que durante decenas de momentos de euforia en las noches del Madrid de los ochenta, me convenció de que cualquier aportación suya a la vida iba a relacionarse con la imagen.

Entonces era dibujante , o bailarín, artefinalista en publicidad, realizador de video, golfo, eléctrico de rodaje, iluminador de teatro, … y por fin (o por ahora) fotógrafo.

Las obras que nos presenta en ésta su ópera prima, no dejan de plantearnos cuestiones inquietantes, nos traen recuerdos de cosas que nunca llegaron a existir, de ahí su onirismo. Tienen algo del romanticismo mas nostálgico, y tienen mucho de preguntas en el aire, en la luz.

 

 

Son visiones que nacen de muy dentro y a las que les brotan, a manera de líquenes centenarios, matices en forma de tramas, texturas, neblinas y rugosidades que, en algún lugar del entendimiento, nos estimulan un regusto como antiguo, lleno de desazón.

Las creaciones de Daniel son viscerales e instintivas, surgen como premoniciones de su interior mas íntimo y se muestran sin pudor. La reflexión, el analisis, quedan para la contemplación.

Es en ese momento cuando empezamos a hablar de atmósferas lorquianas, o renacentistas, de escenas de ingenua perversión o de caminos que nos conducen a la antesala de la locura.

No obstante, podemos percibir en estas creaciones una evolución en curso, quedan puertas por abrir, ventanas que en algún momento van a dejar pasar luz e información. Tal vez así entenderemos del todo. Confío en no perder los próximos años de Daniel, no solo porque además de ser un genio sea un tipo genial. También porque no hay duda que, pasado este tiempo, encontrará los motivos de sus BÚSQUEDAS.

David Valdehíta

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